El evento de Apple del día 9 de marzo dejó muchas novedades, y una constatación evidente: Apple es cada día más una empresa dedicada al mercado del lujo, a un segmento cada vez más definido de la tecnología que busca vender algo completamente diferente a ella, vinculado con la experiencia de usuario, pero también con otro tipo de sensaciones comunes en este tipo de segmentos.

Una evolución que llevamos años viendo, pero que nunca se había escenificado de una manera tan clara: ordenadores de colores, relojes de oro de hasta diecisiete mil dólares, condicionamiento de muchos elementos de funcionalidad al diseño, rápida rotación de modelos, anuncios completamente centrados en el eye-candy y, en general, sensación de producto de moda, casi de pasarela, claramente de industria del lujo. Entre la búsqueda de una usabilidad y una experiencia de usuario lo mejor posible y el enfoque directo al segmento del lujo hay diferencias evidentes, que sin duda abren nuevas posibilidades a la entrada de otros tipos de clientes que antes no tenían por qué sentirse especialmente atraídos por la tecnología.

Pero que también podrían, lógicamente, cerrar puertas a quienes tenían motivaciones de compra más pragmáticas, más centradas en las prestaciones objetivas. No es que Apple haya reorientado su innovación únicamente hacia el lujo: la compañía sigue invirtiendo, sin duda, en desarrollos tecnológicos que son mucho más que diseño, como puede verse por la dramática evolución del interior de sus ordenadores, pero en muchos sentidos, sí se condicionan muchas cosas a la posibilidad de diferenciar el producto en esa dirección.

¿Por qué el mercado del lujo? Precisamente escribía sobre eso no hace mucho: la estrategia de Apple, la que la ha convertido en la empresa más valiosa del mundo, tiene un problema de maduración. La compañía es indudablemente brillante a la hora de escoger nuevos segmentos de producto que reinventar, lo hace bien, es capaz de conseguir que cada lanzamiento sea un auténtico evento planetario con sus fieles acudiendo a algo que cada día me recuerda más a una misa, y además, vende más que nadie con un margen más elevado que nadie. La receta es impresionante, y sin duda funciona.

Pero ante unos mercados tecnológicos que evolucionan cada vez más rápidamente, los tiempos de maduración se comprimen, y la compañía disfruta de plazos cada vez menores para cosechar sus astronómicas ganancias entre el lanzamiento y el ascenso de productos competidores de otras marcas.

Visto así, la lógica es clara: cuanto más sea capaz la compañía de elevar el margen que cobra por sus productos, más puede aprovechar ese tiempo de maduración que se hace cada vez más corto, y los márgenes más elevados están, lógicamente, en el segmento de los productos de lujo, que además están sujetos a dinámicas en los procesos de decisión del cliente que protegen a la compañía del pragmatismo y la fría comparación es especificaciones que caracterizan al comprador de electrónica de consumo tradicional.

¿Tiene sentido plantear un reloj que cuesta hasta diecisiete mil dólares, que no resulta especialmente sencillo ni intuitivo en su uso, que tengo que cargar todos los días y que resulta completamente absurdo plantearse como compra durable para legar a tus herederos porque su vida media planificada está en torno a unos dos o tres años como mucho? La respuesta es evidente: ese tipo de comprador únicamente existe en el mercado del lujo.

No porque el comprador de productos de lujo sea un idiota redomado, sino porque sus motivaciones son habitualmente muy diferentes a las del comprador de tecnología tradicional. De hecho, algunos compradores clásicos ya han anunciado que ellos no comprarán, aunque seguramente a la compañía eso le importe muy poco: a cambio, tendrán legiones de millonarios rusos, chinos y de medio mundo dispuestos a colgarse en la muñeca el reloj de diecisiete mil euros, aunque no lleguen a instalarle ni una sola app.

Mi sensación como usuario habitual de algunos productos Apple va siempre en la misma dirección: habitualmente, sabía que me gastaba algo más en un ordenador porque su durabilidad era muy superior, porque se mantenía verdaderamente funcional durante bastantes mas años.

Ahora, si acudes con un ordenador de un par de generaciones anteriores al Genius Bar, te lo etiquetan rápidamente como producto vintage, ¡y usan esa misma palabra!

Sí, el nuevo MacBook es muy bonito, pero en la presentación del producto no lo cuentan todo. La cámara es mala, desaparece el genial MagSafe que ha salvado a todos mis ordenadores de caer al suelo en múltiples ocasiones, se reducen las opciones de conectividad externa, y, en un detalle menos importante, la manzanita de la tapa ya no se ilumina.

A cambio, eso sí, lo puedes comprar en colorines, y una de las opciones es dorado, que ya demostró su pujanza en el iPhone convirtiéndose en la opción preferida por muchísimos compradores.

Una evolución clara, y motivaciones que al menos a mí me parecen igualmente claras: exprimir mucho más rápido la rentabilidad de unos mercados cada vez más escurridizos.

A eso se orientan también los últimos fichajes de la compañía y el rediseño de sus tiendas. Una compañía que evoluciona de la usabilidad impecable al lujo más impúdico, a cambio de perder algunos detalles de su esencia que muy posiblemente el nuevo comprador no sea siquiera capaz de entender. La electrónica de consumo como símbolo de estatus, como elemento estético, como producto de margen cada vez más elevado que atrae a compradores de nuevos segmentos no tradicionales en la industria. Para Apple, un enfoque que llevamos tiempo viendo, y que la presentación no hace más que reafirmar.

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Por Melchor Sáez de LaAnet

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